jueves, 15 de abril de 2010

Presuntuosa oquedad

En la terraza de un edificio, de dieciséis pisos de altura, se encontraba el hombre más miserable del mundo. Estaba sentado en el piso, llorando a más no poder, pues esa misma noche se cumplía un año de la muerte de su esposa. El nunca había vuelto a ser el mismo. Ya no era aquel hombre jovial y lleno de pasión. Sus sueños habían fallecido junto con su amada. Sus esperanzas se marchitaron como aquel ramo de flores que le regaló a su mujer cuando le propuso matrimonio. Ya no recordaba lo que era el amor, lo único que conocía era el dolor y la soledad.


Miró al cielo y, con las lágrimas ya secas, gritó con voz ronca: “Te pedí que no me abandonaras, que no me lastimaras. Te pedí y no cumpliste. Te fuiste y no pudiste llevarme con vos. Ahora estoy solo y desdichado, pero tengo la solución, no sé porqué tardé tanto en encontrarla”. La Luna brilló con intensidad y una estrella se apagó.


Se acercó a la baranda de la terraza y se aferró con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Veía a los coches pasar y dijo algo que prácticamente no se pudo escuchar, pero que iba algo así:


“Después de tanto buscar, de tanto sufrir y caer, al fin había encontrado algo hermoso, algo que me llenó de felicidad. Esa era mi mujer, la que me fue arrebatada de mis brazos antes de haber tenido una vida plena, antes de cumplir todos nuestros sueños. No entiendo porque el destino se ensaña tanto conmigo. Ahora me toca a mi decir basta”


Dicho esto, se paró sobre el barandal y se limpió el rostro con la manga de su campera. Echó un último vistazo al firmamento, miró en particular a la Osa Mayor. Se llevó la mano al pecho y la cerró con vehemencia, como estrangulando su propio corazón. Luego, sin alargar el final, dio un salto al vacío y se hizo uno con la nada. La parca lo aceptó en su seno y se lo llevó al más allá.

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