martes, 13 de abril de 2010

La leyenda del Mogul de naranja

El Sol salió, como todos los días, en el horario habitual, bañando con sus tenues rayos la enorme ciudad. La metrópolis estaba despertando y de a poco iba cobrando color.

Sus despertadores sonaron a la misma hora y la campana de una iglesia anunciaba que eran las nueve de la mañana. Cada uno de ellos, en sus respectivas casas, realizaba lentamente sus rutinas matutinas. Ella preparaba las cosas para ir a la facultad y él tomaba un apresurado desayuno, a la vez que se ponía a punto para ir a trabajar. Ella, Julieta, estudia medicina y él, Manuel, vende ropa. Salieron de sus hogares con el tiempo justo para no llegar tarde a sus correspondientes destinos. Hasta ahora todo discurría de manera normal, pero ninguno se imaginaba lo que iba a pasar.

A dos cuadras del local de ropa, Manuel se dio cuenta de que su atado solo albergaba dos cigarrillos, seguro que con eso no bastaría para saciar la cuota diaria de nicotina, se vio forzado a ir al quiosco a comprar su dosis.
Mientras tanto, antes de entrar a la facultad, Julieta vio que había salido de su casa sin nada dulce en la cartera. Por lo tanto, también sintió la necesidad de ir al quiosco.

Y a pesar de que el destino trató de cruzarlos por primera vez en ese poli-rubro de turno, ninguno de los se percató de la existencia del otro.
Su día transcurrió de lo más normal, ella se aburría en la facultad y miraba el reloj cada cinco minutos, calculando cuánto más faltaba para irse. Él especulaba con el horario, viendo si era posible terminar la jornada laboral antes de tiempo. Pero ninguno de los dos pudo escapar de sus obligaciones. Ambos se vieron liberados a las tres de la tarde y decidieron, cada uno por su cuenta, emprender el regreso a sus casas. Ésta vez el medio de transporte elegido fue el subterráneo. Julieta llegó primero, porque su andar era mucho más ligero, en cambio, Manuel iba muy tranquilo, sin apuro aparente, disfrutando de un cigarrillo.

Cupido, enojado, no se iba dejar tontear otra vez. Por algún motivo, Julieta entró en el campo visual de Manuel, le pareció una chica linda, de humilde apariencia y recatada. Normalmente en la multitud no la hubiera notado, pero no había nadie más en el andén. Cuando el subte llegó, él sintió de manera imperiosa que era vital subirse al mismo vagón que ella. Una vez dentro del mismo vagón, el caballero la buscó incesantemente hasta encontrarla, le costó bastante, había demasiada gente, pero él sabía lo que estaba buscando. Cuando la pudo divisar, a lo lejos, en la otra punta, pensó en como acercarse y que decir, no se lo ocurría nada. Por lo que decidió improvisar, primero pidiendo permiso y luego dando suaves empujones llegó a su lado y dijo:

-Hola, soy Manuel-

-Hola, yo soy Julieta- Contestó casi sin mirarlo. Y mientras él seguía pensando en que decir, ella sacó de su cartera los Mogul que había comprado antes de entrar en la universidad.

-Veo que te gustan los Mogul – fue lo único que se lo ocurrió, a la vez que se rascaba la cabeza y agregó – Eran mis golosinas favoritas cuando era chico, pero el primero no será de naranja, ¿no?-

-No sé, ¿por qué preguntás? ¿Qué tiene si el primero es de naranja?- Replicó, ahora si lo miraba, ya que no le encontraba sentido a la pregunta.

-Es obvio, que si el primero es de naranja es porque estamos destinados a amarnos- Lo dijo con la misma soltura que alguien puede comentar el estado del clima.

Julieta, sorprendida por su conclusión, abrió los ojos de par en par y decidió seguirle el juego.
-Veamos de qué color es entonces- Lentamente abrió el paquete, como para darle suspenso a esa situación a la que no le encontraba razón de ser. –¡Qué lástima! Es rojo-

Manuel se echó a la defensiva y le dijo: -Igual yo decía el de la otra punta del paquete-

-Bueno, supongo que no tengo nada que perder, vamos ver de qué color es el del otro lado- con dos dedos, agarró el mogul y efectivamente era de color naranja. Julieta empezó a reír y se sonrojó sin saber bien porqué.

Ambos se quedaron callados, sin decir palabra alguna. En la próxima estación, Julieta bajó, pero ni bien hubo salido, se dio vuelta y mirando a Manuel le propuso acompañarla. Él, ni lento ni perezoso, bajó de un salto y se puso a su lado.
Caminaron por la calle, a paso tranquilo, sin tener un lugar en mente para ir. Manuel se prendió un cigarrillo y Julieta jugaba con la anaranjada golosina, pensando que tal vez en sus manos tenía una señal divina. Hablaban, como si no fueran dos completos extraños, casi parecía que fueran amigos de toda la vida.

La caminata los llevó a una plaza, se sentaron en un banco y se dispusieron a ver la caída del Sol. El ocaso los había llenado de ternura, y lo demostraron sellando el encuentro en un suave beso. Cuando el día parecía llegar a su fin, pasó lo impensable e inimaginable, él se transformó en un águila y ella una rosa de color violeta. Manuel, ahora convertido en ave de rapiña, tomó a su enamorada con su pico y, de manera delicada, remontó el vuelo. Voló hacia la puesta del sol, a esa línea que, como un amante eterno, el cielo trata de acariciar la tierra y nunca lo logra. Y así termina ésta historia. Sepan que Manuel siempre será su eterno guardián y Julieta siempre será su preciosa flor.

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