martes, 16 de noviembre de 2010

Una mañana cualquiera

Abro los ojos y es un nuevo día. Me acerco a la ventana y corro la cortina, el Sol inunda la habitación. Sentado en la computadora reviso los mails, abro el Messenger y pongo algo de música. Miro la hora, es algo temprano para encender un cigarrillo pero lo hago igual. Nada nuevo en la red y sin embargo un mar de posibilidades se abre ante mi como un abanico. Rápidamente hago una lista mental de los quehaceres diarios y estoy seguro que al finalizar el día por uno u otro motivo no voy a completar la lista, pero no me importa.


Escucho de fondo cantar a Frank Sinatra, algo nuevo en mis gustos musicales, me pongo melancólico y me asomo al ventanal, lo abro y aspiro una bocanada de aire fresco, la dejo inundar mis pulmones. Acto seguido me siento en uno de los sillones de plástico que adornan mi patio. El cigarrillo a medio fumar me pide que lo bese y cumplo con sus órdenes y ahí sucede, entre volutas imperfectas de humo, me pongo a pensar que hay tantas cosas que no sé y no me animo a preguntar. Es el temor lo que me inhibe. El terror conjunto entre la pregunta, la posible respuesta y la reacción del receptor.


Algunas canciones más tarde, suena el celular. Reconozco el característico sonido de la llegada de un mensaje de texto, emocionado lo leo, pero el mensaje es de una empresa que me avisa que gané un viaje a Timbuktu. Sin darle muchas vueltas lo borro, seguramente es una estafa del más alto nivel. Me paso la mano por la cara debido a la frustración del mensaje, la barba a medio crecer agrega una cosa más a la lista de quehaceres.


Me pongo a inspeccionar la habitación, parecería como si buscara algo, pero en el fondo tengo bien en claro que eso que no se deja encontrar no es para nada tangible. Es la confusión interna lo que me molesta, se siente como una picazón en el fondo de la cabeza. Antes de analizarla la dejo erosionarme un poco, hasta que se deja plantear. Como buen matemático amateur utilizo la lógica para darme maña, pero estoy seguro que ésta vez ni la navaja de Occam me puede salvar.


Ante la falta de respuesta me propongo a volcar la tormenta de ideas en un papel. Minutos más tarde no tengo nada más para plasmar, paso a leer lo escrito. Sonrío al ver que está escrito de forma que haría convulsionar a Borges, pero en ese momento la redacción no es lo más importante, me sorprendo con el mensaje. Siento como si fuera un texto escrito por otra persona, sin pensarlo destruyo el papel porque en las manos equivocadas traería más problemas que soluciones. Me alejo de mi asiento, dejo el papel hecho un bollo sobre la mesa y me pregunto: ¿Quién me mandó a mí a ser como soy? Me engaño al prometerme hablar algún día y vuelvo a reír por la falsedad de mi juramento. Pero bueno, basta que ya no es tan temprano y hay mucho por hacer.


1 comentario:

  1. El narrador de uno de los relatos de Borges, "El Congreso", dice: "Noto que estoy envejeciendo, un síntoma inequívoco es el hecho de que no me interesan o sorprenden las novedades, acaso porque advierto que nada esencialmente nuevo hay en ellas y que no pasan de ser tímidas variaciones"

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